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31 enero 2019

La plaza Skanderbeg de Tirana y su dimensión cívica: cómo un espacio público puede salvar otro

Gjergj Bakallbashi—que nominó la plaza Skanderbeg de Tirana para el concurso del Premio 2018—reflexiona sobre el proyecto y su capacidad de crear un nuevo modelo de la ciudad, inspirando otras plazas potenciales.

La plaza Skanderbeg (Sheshi i Skënderbeut) de Tirana puede parecer, a primera vista, una de esas plazas cuya construcción data de antes del nacimiento de la ciudad, de cuando se disponía de terreno en gran abundancia. En un día normal, su superficie resplandece con las baldosas de colores pastel, rodeadas por los arbustos mediterráneos que llenan el aire de cálidas fragancias, creando un santuario de aromas frescos, húmedos, salados, amargos y dulces procedentes de unas plantas que el sol baña casi todo el año. No es extraño, pues, que sea un paraíso de sociabilidad y conversación para la gente de Tirana. No obstante, también constituye un recordatorio de que se construyó en la era de los «grises bloques de hormigón», en una época marcada por la escasez de terreno. Además, es también un museo al aire libre de la arquitectura de Tirana, una muestra de los diversos estratos de la historia de la ciudad. Pero lo más importante es que pone de relieve el estrato primigenio de toda ciudad mediterránea, el del ágora, el espacio donde la gente modela la vida de la ciudad. Como ha señalado con acierto Elias Zenghelis, solamente el sol mediterráneo y las multitudes de gente que llenan el espacio infunden vida a la grisura de los bloques de hormigón de Tirana.

Cuando los espacios públicos se diseñan con cierto grado de primitivismo, como es el caso de la plaza Skanderbeg, tienden a mostrar una serie de elementos atractivos en un grado superlativo. Esta circunstancia presenta dos aspectos ejemplares: a) la estética de la plaza, formada a lo largo de los años, que le confiere su aspecto natural; y b) la dimensión cívica, que también ha tomado forma a lo largo de toda su vida, haciendo de la plaza un lugar donde los jóvenes se reúnen para sentarse en los bancos y tomar el sol, donde las familias pasean cogidas del brazo y la gente mayor deambula con hermosos rosarios artesanales en la mano. Es este segundo aspecto, la práctica del libre intercambio en la plaza, la capacidad de interactuar en pie de igualdad con alguien que no es de tu barrio, de tu escuela o de tu pueblo, lo que engendra hábitos sociales de autoexpresión y estimula el apetito por el mundo.

Hubo un tiempo, desconocido tal vez para muchos extranjeros, en que la plaza era verdaderamente espléndida. Andar por la plaza Skanderbeg, para ver y para ser visto, era un ritual de elegancia, un acto de nobleza. La gente tomaba fotos de su presencia en ese lugar, incluso los viajeros cansados que comían modestos almuerzos en los bordillos que rodeaban su perímetro. Era como estar presente en la encrucijada del mundo, con una perdurable sensación de euforia; y todo eso, solo por estar en la plaza Skanderbeg.

Un frío pero soleado día de noviembre de hace algunos años, cuando yo era el director del departamento de Urbanismo y Arquitectura de Tirana, recibí una llamada de un grupo de estudiantes y profesores de arquitectura suizos que estaban investigando los modos en que la gente usa y llena los espacios públicos. En Suiza, me contaron, el espacio público está infrautilizado. Uno de los placeres de la plaza, para los nostálgicos de la costumbre poco apreciada de tomar el sol en el espacio público, es que te permite compartir su esplendor. Como es natural, llevé a mis invitados a pasear por la plaza Skanderbeg. Presentaba un aspecto distinto al actual, pero había gente sentada por todas partes: en el «bosque» entre el Museo de Historia Natural y el Banco de Albania; a lo largo de la columnata de la Ópera Nacional y la Biblioteca Nacional; delante de la mezquita Rüstem Pasha, y al lado de la Torre del Reloj. Un grupo de niños pequeños hacía volar cometas en la zona verde que rodea el monumento de Skanderbeg, y, cerca de allí, había una tarta de cumpleaños en el centro de una manta de picnic. Las cometas volaban por encima de la estatua de Skanderbeg, con su casco coronado con una cabeza de cabra, y los niños correteaban por el césped a su alrededor. Skanderbeg parecía sonreír.

A mis invitados les asombró la facilidad con que la gente usaba los numerosos rincones e islas de la plaza. A pesar de que no había ceremonias u eventos organizados, la plaza estaba llena de gente. Era el resultado de una costumbre enseñada por la experiencia cotidiana, en un contexto de disminución progresiva de los rincones de espacio público. Aquí, en la plaza Skanderbeg, todos los habitantes de la ciudad, visitantes y turistas podían contemplar el despliegue de esta interconexión. Como mis huéspedes suizos comprendieron rápidamente, los habitantes de Tirana recurren a estos lugares para satisfacer la profunda necesidad humana de relacionarse con gente de diversos niveles adquisitivos, grupos de edad, familias y amigos, en un espacio que no esté confinado a los límites de los cafés o las casas.

Demos un salto adelante hasta el estado actual de la plaza Skanderbeg. El rasgo que llama la atención de un modo más inmediato es que ha conservado su antigua identidad, la de ser una institución social, «un lugar de la política», como lo fue en sus mejores tiempos, llena de personas obstinadas, niños desinhibidos, todos ellos con su mejor ropa de domingo, pasándolo estupendamente en su «zona de evasión». La recreación, en la plaza, de estas costumbres sociales cotidianas es hoy en verdad infinita.

La evidente grandeza de la actual plaza Skanderbeg también refleja, con una especificidad alarmante, la realidad del espacio público que la rodea. En Tirana, la lucha por los espacios públicos es real y se produce con una intensidad particular. No hace falta ser arquitecto para verlo. Muchos albaneses están orgullosos de su nueva plaza, pero también se dan cuenta de la «otredad» y la «diferencia» en cuanto salen de ella. Hace poco me encontré con un hombre que, con su nieto en patines en línea, admiraba la nueva plaza, pero al mismo tiempo lamentaba que su edad no le permitiera ir andando hasta allí muy a menudo. Le habría gustado tener una plaza más pequeña en su barrio, para poder ver patinar a su nieto. Pensé que su deseo es muy básico, pero también fundamental para la interconexión social que la plaza Skanderbeg fomenta.

¿Qué ocurre, pues, con la visión de la plaza como escenario de compromiso cívico, como medio, como lugar donde la gente puede ir y dar forma a la idea de sociedad? La plaza Skanderbeg puede desempeñar ese papel; puede ser el generador de una nueva Tirana; puede salvar otras plazas potenciales en la ciudad. El modelo de una plaza central solo puede ser totalmente exitoso si abre el camino a un modelo de plazas de barrio que pertenece a más gente, que conecta a más personas, y no solo a los pocos privilegiados que viven cerca de ella. Un ejemplo reciente que me viene a la cabeza es el de un espacio de 2,4 hectáreas en Yzberisht, un barrio de Tirana con una gran densidad de población, que antiguamente era calificado como zona recreativa y educativa, pero que ha sido recalificado para la construcción de viviendas. Esto significa que ahora pueden construirse 55.000 metros cuadrados de nuevos edificios en lo que antes era espacio público, lo cual supone una amenaza no solo para la salud futura de 40.000 habitantes, sino también para nuestra imagen de postal de la plaza Skanderbeg. La pérdida de estos otros espacios públicos provocará la erradicación de la relación simbiótica y mutuamente beneficiosa entre ellos y sus habitantes. Sin los otros espacios públicos del resto de la ciudad, la plaza Skanderbeg corre el riesgo de convertirse en un Museo de la Historia del Espacio Público en Tirana que serviría como recuerdo de la ciudad que lo creó, más que como celebración de su alma y su corazón, de la gente.

En efecto, la plaza Skanderbeg forma parte de una red de espacios que es tan esencial como la propia plaza. Esta está íntimamente relacionada con las actividades que tienen lugar en todos los espacios públicos de Tirana, más pequeños pero de una importancia fundamental. Para que la red realice su potencialidad (según el concepto aristotélico), todos sus «nudos» tienen que estar sanos y orientados hacia la monumental plaza Skanderbeg. La caída de la red haría que Tirana perdiera las cualidades que mis visitantes suizos admiraron y envidiaron en nuestra actual plaza Skanderbeg; concretamente, su capacidad de nutrir una vida vibrante, interconectada en una red de espacios públicos que, en mi opinión, es el primer principio de las formas más atractivas de los espacios públicos orgánicos.

 

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