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30 marzo 2016

El mar, espacio público, frontera privada

The Sea Between Us | Caoimhe Butterly │ Grecia, 2016 | 00:46:51 | Árabe > Inglés

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Viñetas de algunas mujeres, hombres y niños atravesando el mar Egeo, buscando refugio y vidas menos precarias junto a las reflexiones de los que trabajan con ellos de manera solidaria. Filmado en la isla de Lesbos, Grecia.

El mar es quizás el espacio público último. El espacio de mayor libertad, del que nadie es propietario y donde se pueden realizar actividades que en otro contexto podrían resultar socialmente reprobables o inaceptables. A pesar de las presiones económicas, inmobiliarias y urbanizadoras, muchos países promueven leyes para evitar la privatización de la costa y posibilitar el acceso al mar de cualquier ciudadano, destinando además un gran esfuerzo a la construcción del espacio público que limita con el mismo.

Si logramos alejarnos lo suficiente de la costa y llegamos hasta alta mar o a aguas internacionales, ni siquiera rigen las leyes nacionales, sino que se aplica una legislación internacional específica según la convención del Derecho del Mar. La alta mar está clasificada como «patrimonio común de la humanidad» con una regulación mucho más leve que la aplicable en tierra.

Ese espacio marítimo, patrimonio común de la humanidad, es también el que demasiadas veces se convierte en el único espacio transitable cuando las vías terrestres se vuelven impracticables para escapar de la miseria económica o el terror de la guerra. La guerra que tritura tanto el espacio público como privado terrestre para transformarlo en un todo continuo que muta de uno a otro, de manera intermitente y simultánea, convirtiendo el mar en la única vía de escape desesperada e incierta.

La ficción cinematográfica ha retratado estos penosos viajes en innumerables ocasiones. Los irlandeses famélicos de Death or Canada, el sueño americano de griegos y armenios en America, America, los judíos que escapaban de la pesadilla nazi a bordo del SS St. Louis en Voyage of the Damned o los albaneses desesperados por cruzar el Adriático de Lamerica.

Todas estas películas retratan dramas de migraciones europeas, una Europa que, desde el 18 de marzo de 2016, convierte a los demandantes de asilo, a los que la convención de Naciones Unidas considera refugiados, en «migrantes ilegales». Unos migrantes ilegales a los que no se les va a permitir la entrada a un territorio donde habitan 522 millones de personas —en los 28 países de la Unión Europea, más Islandia, Noruega, Suiza y Liechtenstein, incluidos en el espacio Schengen— y que supondría un aumento de entre el 0,3 y 0,4 % de su población. Los jefes de gobierno europeos han decidido que, para legalizarse, los «migrantes» deberán depurar su condición pasando por un campo de internamiento turco y depositando su confianza —y seis billones de euros— en manos de las autoridades de ese país. Autoridades cuya legitimidad democrática es cuestionada, entre otras cosas, por comerciar, precisamente, con el Estado Islámico, uno de los principales protagonistas de la actual crisis de refugiados.

Al parecer, los dirigentes de la Unión Europea siguen el ejemplo de países como Australia, un país forjado por migrantes —¿legales?—, hace apenas dos siglos, y que, en 2015, decidió ignorar el derecho internacional para rebotar en alta mar las embarcaciones provenientes de Indonesia con nuevos migrantes. Aunque, en el Mediterráneo, la Unión Europea prefiere delegar esta tarea en Turquía. Quizás, siguiendo el ejemplo australiano, Europa recurra de nuevo a la ficción para narrar las penurias de la migración, no como en los casos anteriormente citados, sino como en The Journey, una película propagandística financiada con dinero público para desincentivar la afluencia de afganos a Oceanía.

Sin embargo, mejor sería volver a la realidad que presentan documentos como The Sea Between Us para entender que con la absurda e inhumana solución de externalizar la acogida de refugiados, lo que pretende esta Europa desmemoriada es esconder la historia de vidas tan reales como la tuya, la mía o la de nuestros abuelos, que un día tuvieron que subir a un barco con la esperanza de no morir en la travesía como único equipaje.
 

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