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5 diciembre 2003

La ciudad desbordada


André Corboz

 

Publicado en el catálogo de la exposición Ciudades: del globo al satélite, Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona 1994


En menos de dos siglos, la ciudad occidental y las metrópolis del Tercer Mundo han cambiado radicalmente de naturaleza, a pesar de ello su representación mental no ha variado demasiado. Efectivamente, para la casi totalidad de sus habitantes la ciudad es en primer lugar un centro, es decir, un complejo individualizado nítidamente, con una gran cohesión arquitectónica, que se opone al campo y que ejerce funciones territoriales. Por lo tanto, una verdadera ciudad posee consistencia histórica y se define por una gran densidad, por unos edificios dispuestos de forma digamos contigua y por una altura uniforme, de la que sólo son excepción algunos edificios públicos. Es una concepción fundada en una estética de la armonía: bien la que, filtrada por el Renacimiento, proviene de la antigüedad clásica (origen de los grandes ejes y de las simetrías triunfales nacidos de un ideal de orden), o bien la que, filtrada por el Romanticismo, proviene de la Edad Media (origen, por el contrario, de la curva, de la irregularidad, de la diversidad de efectos sorpresa).

 Aunque esta representación ―casi siempre inconsciente― resulta difícil de conciliar con las aglomeraciones contemporáneas, aún se mantiene a título nostálgico. Porque todas o casi todas las propuestas u obras urbanas que se han realizado después de la revolución industrial han sido recibidas con desconfianza u hostilidad. Peor aun, sobrevaloramos la ciudad antigua sin ni siquiera darnos cuenta de que, probablemente, seríamos incapaces de soportar el control social y religioso que casi siempre dominaba en ella, ni la ausencia radical de comodidades que afectaba a la mayoría de sus habitantes, ni sus carencias en materia de alimentación o de asistencia médica, por no hablar de su hediondez.

En la época que las ciudades eran aún unidades definidas por una muralla o por un cinturón fortificado, esta conciencia de constituir entes urbanos singulares era, en la medida que se distinguían claramente del territorio circundante, muy natural, puesto que la ciudad dominaba, en todas partes, jurídicamente al campo. Por otra parte, el objetivo de la iconografía urbana consistía en afirmar la fuerza, la riqueza, la belleza y la gloria de las ciudades que presentaba. Desde el conjunto de vista del Supplementum Chronicarum de Foresti (1846) hasta la Topographie de Merian (1642), pasando por el Liber Chronicarum de Schedel (1493), la Civitates Orbis Terrarum de Braun y Hogenberg (1572) y la Cosmographie de Münster (1628), las representaciones de ciudades, como las primeras maquetas, sólo tienen una finalidad retórica: basta con compararlas unas con otras para constatar que no pretenden ser fieles sino complacientes, lo cual dificulta su interpretación.

 La iconografía urbana, que se inaugura con vistas generales, no empieza a interesarse por las calles principales ni por los edificios importantes hasta principios del siglo xviii. Las imágenes siguen sin ser "objetivas": la pintura y el grabado o bien continúan la tradición de celebración, o bien, por el contrario, los artistas utilizan la vista para criticar la ciudad existente. Cualquier inglés que llega a Roma entusiasmado por los grabados de Piranesi experimenta la sensación de que le han estafado, ya que las ruinas de la ilustración son mucho más grandiosas que las ruinas reales. Y lo que en el caso de Canaletto se ha considerado como fotografía avant la lettre (porque se había confundido la precisión de la ejecución con la exactitud del alzado) resulta ser, una vez analizado, una gran manipulación. Canaletto modifica lo que ve para mostrar lo que desea ver: espacios generosos y mejor articulados. No es en absoluto la excepción entre los vedutisti, ya que Zocchi en Florencia o Vasi en Roma tampoco dejan de intervenir en las ciudades que dibujan, para adaptarlas ―aunque sólo sea sobre el papel― a los ideales que el naciente neoclasicismo y el higienismo en sus inicios ―en otras palabras, el espíritu de las Luces― definen en materia de calidad urbana.

 Mostrar Roma o París no era nunca, así pues, plasmar estas capitales tal cual (eso si admitimos que tal intención tuviera algún sentido), sino exhibirlas: la iconografía seleccionaba los rasgos pertinentes y los agrupaba o los oponía para hacerlos más relevantes, para destacar un elemento determinado, para minimizar o eliminar otro elemento, y escogía las perspectivas muy cuidadosamente.
Parecerá lógico pensar que esta modificación constante de la realidad con un propósito adulador o didáctico termina con el descubrimiento de la fotografía, pues se dispuso con ello al fin de un procedimiento automático para captar la realidad. Sin embargo, no fue así en absoluto. Durante mucho tiempo, la tradición dominará sobre la imagen captada químicamente. Aunque la primera fotografía tomada desde un globo (obra de Nadar) data de 1858, casi la totalidad de las vistas de ciudades desde el aire publicadas en el siglo xix son tan sólo imágenes que parecen esbozadas desde los aeróstatos. Por más que el título de los grabados o de los álbumes precisa que se han realizado desde un globo (¡o incluso desde un paracaídas!), han sido elaboradas en tierra y se inscriben aún en una tradición multisecular: la de las imágenes a vista de pájaro. ¿A partir de qué arquetipo? El famoso "plano en perspectiva" de Jácopo de Barbari (1500), que muestra Venecia desde el sudeste: una imagen resultante de un collage de alzados parciales desde puntos de observación elevados (los campanarios), cuyas imágenes se conjuntan y se coordinan con la ayuda de una especie de perspectiva caballera. Como la proeza veneciana no estaba al alcance de todo el mundo, las vistas que se inspiraron en ella no fueron mucho más que una combinación muy empírica del plano de una ciudad con alzados de calles a partir del viejo principio de registros que se superponen.

 En las litografías del siglo xix que muestran ciudades vistas desde lo alto, es su carácter realista lo que sorprende primero, aunque de hecho siempre se afirma su excepcionalidad. Porque ya no recurren a las técnicas de representación habitual hasta entonces. Pese a la altitud en que se sitúa el observador (parece que entre cien y doscientos metros), se trata de estampas que ofrecen, frecuentemente en primer o segundo plano, detalles aparentemente captados en vivo: dan testimonio de que la ciudad no está encallada en lo intemporal, sino que ha sido reproducida en su estado más reciente, más vivo. Las arterias y los espacios libres bullen de peatones, vehículos y actividades que muestran su dinamismo.

Son unas vistas tan ideológicas como las precedentes, pero responden a una sensibilidad nueva. Desde entonces, la imagen no volverá a exaltar el carácter único de cada ciudad concreta, sino, por decirlo así, la modernidad como tal. En los álbumes y los grabados de Guesdon, Arnout, Fichot, Müller, Borchel o Veith, y también en las numerosas vistas de ciudades americanas realizadas desde lo alto que compiló John W. Reps, se insiste incansablemente en la superioridad de la cultura urbana contemporánea. La vista desde lo alto se revela extremadamente optimista.

 Esta modernidad es sobre todo técnica. Los nuevos vedutisti ―y más que nadie Alfred Guesdon, el más insigne de todos ellos― escogen aquel punto de toma de vistas que les permite evidenciar, en primer plano, algún complejo industrial o al menos típicamente contemporáneo, es decir: por ejemplo, en Barcelona, la estación, o un puerto lleno de vapores, ya sea un puerto militar, como en Cherburgo (caso en el que a duras penas se muestra un trozo de ciudad), ya sea un puerto comercial, como en Nantes o en Boulogne-sur-Mer, y también un arsenal, como en Rennes (donde la ciudad sirve de fondo), o incluso una cárcel panóptica, como en Alessandria. Resulta asimismo sorprendente que actualmente las ciudades inventariadas destaquen, desde nuestro punto de vista, por su carácter histórico: mostrar las ciudades suizas insistiendo en las estaciones (como en el caso de Basilea, Berna, Ginebra o Zürich es una provocación. Es adecuado en cambio a las ciudades americanas, por ejemplo Boston, una vista de la cual (Bachmann, 1877) muestra cuatro estaciones y ocho puentes metálicos en primer plano. Sin embargo, Guesdon trata de la misma forma ciudades que para nosotros son recomendables por su antigüedad: Roma, donde por el Tíber se desliza un piróscafo bien visible, o Siena, en la que da como mínimo la misma importancia a las instalaciones ferroviarias que al ayuntamiento y la catedral juntos. Sería fácil multiplicar los ejemplos. Y si hay pocas cosas modernas que se puedan remarcar, entonces el propio globo se destaca en el cielo.

No obstante, la modernidad es mucho más patente en las transformaciones que impone en el tejido urbano. Aunque aún sobrevivan las fortificaciones, si ha aparecido algún equipamiento nuevo fuera de las murallas ―por más que sólo sea un paseo―, lo encontramos al pie de la imagen. Se nos ofrece un caso ideal cuando las murallas, derribadas, ceden lugar a barrios nuevos: es evidente que la vista de Viena de 1877 se articula en función del Ring; también las de Ginebra, que insisten en las construcciones de Cornavin y la plaza Nueva (el interés por esta transformación es tan intenso que, a medida que avanzan las construcciones, aparecen nuevos grabados).

 Esta insistencia en el primer plano relega la mayoría de las veces el centro histórico al fondo de la imagen, representándolo sólo de forma global. Se trata sin duda de una crítica indirecta de la ciudad existente, insistiendo en la que ya había recibido en el siglo xviii: aun a pesar de las intervenciones parciales de que había sido objeto por parte de los monarcas absolutistas, la ciudad heredada de la edad media es insalubre, intransitable y fea por lo confusa. Los barrios modernos, por el contrario, se conciben según las directrices de una disciplina muy nueva: el higienismo. Y por tanto se debe insistir en su carácter ejemplar.

Prácticamente sólo una ciudad escapa a esta eliminación del centro: París. La capital francesa se benefició de una valiente lucidez y dispuso de los medios necesarios para sacar adelante una reestructuración absoluta. Repetidas veces, ya sea antes de 1860 o en 1889, a raíz de la Exposición Universal, París es objeto de vistas espectaculares que muestran el eje Louvre-Étoile en campo y en contracampo, mientras que, por otra parte, la ciudad aparece sembrada de tantos bulevares como sea posible mostrar.

 Porque, a la modernidad tecnológica, se une una modernidad política, que la ha hecho posible: las doctrinas liberales. Inicialmente, más o menos a lo largo de la primera mitad del siglo xix, se propaga y se impone una idea que supuestamente asegurará la prosperidad general: "laissez faire, laissez passer". Por el influjo de varios factores ―los principales son el éxodo rural, la disminución de la mortalidad infantil y el desarrollo de los transportes― las ciudades crecen y se desbordan sus límites, se extienden por el territorio circundante. Lo hacen de forma casi completamente anárquica, y no sólo porque el motor de la expansión sea la especulación inmobiliaria y del suelo, que se aprovecha de la inexistencia de una legislación urbanística, sino también porque el liberalismo salvaje impide a los ediles, de hecho absolutamente convencidos de los principios liberales, la práctica de la expropiación. Según las ideas dominantes, las ciudades incluso deberían renunciar a los terrenos que les pertenecen, consejo que rápidamente obedecen. Tales premisas conducirían al caos, no obstante el caos ha sido considerado durante mucho tiempo un síntoma de salud. Posteriormente, durante unos cuantos años, los escritos de Darwin (Sobre el origen de las especies fue publicado en 1859) parecería que avalan científicamente la ley de la selva que gobierna la ciudad y también, en un ámbito más general, a las empresas coloniales que demuestran la superioridad de los blancos, a quienes la selección natural habría favorecido.

 En Gran Bretaña, la miseria de las ciudades industriales había sido objeto desde 1830 de una serie de estudios estremecedores, el más célebre de los cuales es el de Engels, que describe la situación de la clase obrera inglesa (1845) y que explicita en especial las bestiales condiciones de la vivienda proletaria (y aun es poco decir, puesto que las bestias al menos tenían un valor, cosa que no sucedía con los seres humanos, en número excesivo y carentes de formación). Del análisis de las condiciones de trabajo en las ciudades nace la izquierda política, sea la de los socialistas reformistas o la de los comunistas, con matices que hacen muy difícil su diferenciación. Proclama la necesidad de controlar la expansión urbana mediante la expropiación y la municipalización del suelo. Cuando la derecha se da cuenta del atolladero que representa el laissez faire, le pide prestada a la izquierda su principio, que le permite imponer una planificación autoritaria. Su primer programa de intervención generalizada no es en absoluto una iniciativa tímida: Napoleón III, ayudado por Eugène Haussmann, impuso a la capital francesa un plan de vías de comunicación independientes de la red previa. Basándose en parte en proyectos anteriores, reconstruyó la mayor parte de París; tras su caída, la III República prosiguió su obra, y el exemplum parisiense será imitado en toda Europa, hecho que pone de manifiesto la gran cantidad de ciudades que soñaban aún con haussmanizarse hasta los años treinta del siglo xx.

 La iconografía parisiense ofrece un testimonio del entusiasmo por la ciudad desbordada, que afecta tanto a los artistas como a los tecnócratas de la época. La misma composición de las imágenes lo demuestra. Aunque pretenden ser "dibujos del natural" son meras construcciones, meros montajes, como mucho meras reconstrucciones. La expresión "del natural" ya se había utilizado mucho (en la biblioteca de Besançon encontramos un álbum de Hubert Robert titulado Racolta di vedute disegnate dal vero, aunque se trata sólo de divertimentos), y hay que entender que son materiales "extraídos de la naturaleza" y no otra cosa. Sirven para efectuar una lectura tectónica del espacio urbano. La ciudad, contemplada desde una altura determinada en función de su superficie, pero siempre con muy poco ángulo, obedece a una representación de la perspectiva o a una evocación de la misma (esto se consigue mediante una reducción dimensional según la distancia).

Así, trabajando desde lugares elevados, pero sobre todo con ayuda de planos y de numerosos croquis de detalles (como demuestra Albert Garcia Espuche en la vista de Barcelona), Alfred Guesdon da forma a una vista de conjunto que coordina en virtud de un punto que no corresponde a los de la iconografía tradicional: en Venecia, por ejemplo, lo escoge por encima de San Simeon Piccolo y lo orienta hacia el Adriático; en Pisa, de forma parecida, se sitúa al norte por primera vez, para mostrar ―¡ a contraluz!― el Campo dei Miracoli, utilizando la ciudad como telón de fondo.

 Estas vistas son en general legibles hasta donde llega la mirada, herencia aún de la Ilustración. Los elementos se escalonan en la distancia y, si es posible, sin solución de continuidad desde el primer plano hasta los planos más alejados. La ciudad, por tanto, se funde con el territorio, como en la vista de Berna desde el oeste, en la que la red de las calles se continúa en el campo aún por urbanizar con caminos flanqueados de árboles. Leonardo Benevolo ha dedicado recientemente una obra a la tentativa de la época barroca de organizar el paisaje mediante ejes rectilíneos que se extienden a lo largo de varios kilómetros, relacionando entre sí polos dispersos. En cuanto a las vistas "dibujadas desde globo", ya no se trata sólo de ejes, sino, siempre que lo permita la realidad, de extensiones en mancha de aceite.

 Aunque se inscriban en la línea de las imágenes a vista de pájaro, las ciudades dibujadas desde lo alto están emparentadas con un género contemporáneo que ya había gozado de enorme éxito desde finales del siglo xviii y que perdurará hasta más allá de 1900: el panorama. El panorama, como las vistas aéreas, expresa libremente el hambre de espacio que Mona Ozouf ha demostrado que caracterizaba al urbanismo revolucionario. Pese al fracaso de la revolución, el hambre ha persistido. Además de expresarse con rotondas concebidas como dioramas, lo hace mediante formas tan diversas como el establecimiento de puntos elevados que permiten una perspectiva circular, los viajes de exploración o la voluntad de controlar la sociedad, ya que panorama y punto de toma de vistas panóptico participan de una misma voluntad de dominación global.

 Los panoramas, aunque derivados de las vistas con cámara clara, no presentan una composición demasiado jerárquica, mientras que las vistas desde globo describen menos que ordenan. Lo que dibujan se ordena según dos categorías de elementos primarios: las vías principales y algunas elevaciones monumentales. Si los artistas trabajaran de otra forma, aunque concediesen a cada rasgo significativo sus dimensiones relativas, las vistas que dibujaran serían tan poco diferenciadas como las primeras fotografías de los conjuntos urbanos. Reducciones, yuxtaposiciones espaciales, incluso omisiones secundan la obsesión por la inteligibilidad. Cuando el punto de observación no permite plasmar claramente la estructura urbana, como por ejemplo en Génova ―con el puerto en primer plano―, el artista reduce la ciudad a una especie de capa de tejados de los cuales emergen, realzadas hábilmente mediante el sombreado, la catedral y la Assunta di Carignano; pero lo compensa ofreciendo una vista parecida desde el nordeste, en la que vuelve a usar la sombra para darle más claridad. Guesdon consigue el contraste máximo de este recurso del campo y el contracampo en Milán: la primera vista exagera caprichosamente la explanada que rodea el Castello Sforzesco, que dibuja en miniatura de forma que pueda situar la ciudad por encima de él como si fuera una diadema; la segunda utiliza la Cà Granda del primer plano como módulo rítmico para el conjunto de la red urbana ―un criterio asimismo arbitrario pero muy eficaz visualmente― puesto que relega el castillo a la uniformidad del segundo plano.

 Arbitrario pero no gratuito: se insiste siempre en la regularidad, que responde al gusto neoclásico de los retratistas de ciudades. En Brescia y en Turín recurren a una especie de perspectiva per angolo, tal como lo hacen también muchos artistas americanos, contemporáneamente, al enfrentarse a una trama ortogonal. Esta preferencia en ocasiones les decanta por opciones inesperadas. Como en Carcasonne, donde Guesdon no presenta la Cité, célebre por las reconstrucciones de Viollet-le-Duc, sino el armazón, por su configuración reticular. Si la ciudad se aparta, aunque sea poco, de la uniformidad geométrica, Guesdon la rectifica: en Nancy se sitúa encima de la Pépinière y retoca la imprecisión del barrio de Saint-Epvre; en Burdeos, en Toulon, acentúa el paralelismo de las calles mediante contrastes luminosos. Si la estructura no se deja unificar en una única trama, como en Padua, fragmenta la ciudad en franjas alternativamente claras y oscuras y subraya, de lado, el Palazzo della Ragione, el Santo y Santa Giustina.

 A veces confía la organización de la imagen a la configuración geográfica. En Perusa, el punto de observación meridional permite poner de manifiesto mucho más la topografía que la distribución de los barrios; la espléndida vista de París tomada por encima del Mont-Valérien destaca el Sena; la de Lyon desde encima de la Croix-Rousse convierte en protagonista la confluencia del Roine y el Saona, y a su lado los trazados de las calles son meros epifenómenos. Y de vez en cuando el deseo de armonía queda satisfecho sin que sea necesaria ninguna intervención: en Lucca, y especialmente en Verona, presenta el tejido urbano en forma de damero, de origen romano, como una especie de enlosado a la manera de Carl André avant la lettre, pero salpicado de sombríos campanarios, como si fueran las velas de un pastel...

En todas estas operaciones de adaptación, incluidas las imágenes del centro de París, la voluntad de jerarquizar representa tratar los bloques de viviendas como meras masas. No es un problema de escala, porque las imágenes tradicionales a vista de pájaro conseguían individualizar las fachadas. Es más bien una indicación de que ha llegado la sociedad de masas. El habitante de la ciudad moderna será a partir de ahora el hombre anónimo, El hombre de la masa que describe Edgar Allan Poe o incluso El hombre sin atributos de Robert Musil.

 La referencia a la literatura no es casual. Podríamos incluso preguntarnos si no fue un texto de Victor Hugo lo que decidió la vocación de Alfred Guesdon. El capítulo segundo del libro tercero de Nuestra Señora de París, publicado en 1831 (Guesdon tenía 23 años), se titula París a vista de pájaro. Contiene una descripción visionaria de la capital tal como se podía contemplar desde las torres de la catedral del siglo xv. El París de entonces, que "ya era una ciudad gigante", fluye de la oposición entre el "dibujo ininteligible" de los barrios medievales (porque "ocupaba el centro de la Ciudad una gran cantidad de casas de pueblo") y "dos haces de grandes calles", de "calles madre", de "calles generatrices"; de la masa urbana emergen iglesias, palacios, torres y campanarios. La descripción continúa con el París actual, que no tiene "ninguna fisonomía general" porque sólo es "una colección de muestras de distintos siglos". Hugo ridiculiza todo lo importante que se ha construido desde el siglo xvii y concluye irónicamente diciendo que no le desespera en absoluto "que París visto desde un globo no presente nunca la riqueza de líneas, la opulencia de detalles, la diversidad de rasgos, aquel no sé qué de grandioso, de simple y de inesperado, propio de los dameros".

 Rayando la burla, está el programa que concretaron los ilustradores anteriores a Napoleón "el Pequeño". Entre la forma en que Hugo consigue "destacar los rasgos estructurales como si fueran rostros" (tal como Hildegard Matt describía la lectura urbana de Hugo ya en 1834) y la técnica que Alfred Guesdon desarrolla para hacer las ciudades inteligibles mediante elevaciones y directrices, todo hace creer que la relación no es meramente fortuita.

 Guesdon, sus colegas y sus imitadores, sin embargo, no rechazan la ciudad contemporánea, muy al contrario. Quieren reaccionar frente a esta tipología urbana inédita que se despliega ante ellos con una imaginería idónea. Su optimismo es de la misma naturaleza que el de los sabios: ¡un poco más de esfuerzo y habremos descubierto todos los secretos de la Naturaleza!

También William Thomson, llamado Lord Kelvin, declaraba, casi a finales del siglo xix, que "la ciencia física forma actualmente, en esencia, un conjunto perfectamente armonioso, un conjunto prácticamente acabado". De todas formas, añade, quedan "dos pequeños puntos oscuros". Que iban a crecer tan desmesuradamente (con los nombres de relatividad y de mecánica cuántica) que su estudio derrumbó el bello monumento de la física clásica. Un fenómeno equivalente se iba a producir en el ámbito de la iconografía urbana: la llegada de la fotografía aérea.

La primera consecuencia de su utilización fue la aniquilación de uno de los dogmas fundamentales, aunque implícito, del urbanismo occidental: la noción de armonía. Las propias palabras de Lord Kelvin demuestran que era una noción considerada irrefutable: de hecho para él la armonía también garantizaba la calidad, es decir, la realidad del edificio científico. Sin embargo, esto no era mucho más que un postulado propio de sociedades arcaicas, confirmado por el cristianismo y la filosofía neoplatónica, Guesdon & Co. no dudaban de ello en absoluto.

Con todo, lo más curioso es que los efectos de la fotografía aérea sobre la concepción urbana tardaron mucho en manifestarse. A decir verdad, a la mayoría de nuestros contemporáneos todavía no les ha afectado. Si lo que revelan las fotografías desde lo alto no responde a nuestro ideal de ciudad, se pone en marcha un cúmulo de mecanismos que censuran lo que vemos, o cuando menos lo minimizan y lo reducen a una excepción, o bien lo consideramos como una especie de error terriblemente lamentable.

 Al mundo científico le costó mucho aceptar lo que él mismo había descubierto. Lo que revelaba la fotografía aérea no era de ningún modo admisible como norma general, como si el espectáculo de las construcciones humanas vistas desde lo alto fuera (para quien sólo percibía en términos de armonía) desolador. A pesar de ello, era imposible dudar de lo que las fotografías testimoniaban, en la medida que eran consideradas objetivas, es decir, producidas sin que el fotógrafo interviniera en su composición. Ni retoques ni trucajes ni, evidentemente, ninguna simulación visual. En último término, no se trataba ni de representaciones, noción que implica la operación de escoger, sino de meros registros; más aún, desde el momento en que el usuario principal de la fotografía aérea era el ejército (desde 1909), no debemos suponer ninguna intención artística. Esta fotografía no selectiva era, además, difícil de leer, porque representaba códigos que no coincidían con las diversas tradiciones iconográficas. Quizá por ello ha permanecido mucho tiempo arrinconada en los estados mayores: no tenía público. Por otra parte, se ha tenido que esperar a los viajes aéreos en masa, mucho después de la segunda guerra mundial, para que los editores se arriesgaran a publicar libros de fotografías aéreas.

Las primeras fotografías aéreas son vistas oblicuas. Desde que los fotógrafos abandonan el paisaje pintoresco y, sobre todo, desde que su misión les obliga a obtener vistas nadirales, pasamos de la foto-pintura a la foto-catastro. De repente, la ciudad cambia de naturaleza, que no es poco. Porque la fotografía revela todo lo que las pretendidas vistas desde globo embellecían, disimulaban o simplemente eliminaban: el estado perpetuamente inacabado de la ciudad, su provisionalidad, las excepciones, los rasgos antiguos, las rupturas y los choques de tramas, las lagunas de la textura, es decir: el carácter no homogéneo que desmiente el postulado de armonía.

 La antigua iconografía (relevada por los álbumes fotográficos actuales, así como también por los vídeos consagrados a tal o cual ciudad) tenía siempre una referencia absoluta: el centro, histórico por definición, como si el resto no lo fuera. Era necesario que los barrios, los extrarradios y las extensiones planificadas se hubieran consolidado para que fueran dignos de mostrarse. La fotografía revelaba sin prejuicios, por el contrario, lo por venir, el descontrol de la periferia salvaje, la mezcla de fábricas y barracas, chalets, viaductos y depósitos, o contrariamente, los densísimos tapices de viviendas, las extensiones de chalets, dicho de otro modo, el "caos" o la "monotonía" y, de todas formas, según la opinión generalizada, la mediocridad.

El arte moderno, a partir de Cézanne y sobre todo de los cubistas, así como la literatura a partir de Joyce, los dadá y los surrealistas, había perfilado, sin embargo, otra sensibilidad que ya no tenía nada que ver con el concepto de armonía. No es hasta mucho más tarde que algunos críticos ―Edmund Wilson el primero, en 1931, o Paolo Sica en 1970― comprenden que la dirección emprendida por los artistas no implicaba ninguna provocación, sino lo que Marshall Mcluhan había calificado como un "early warning system": el arte y la literatura, sin darse cuenta, habían creado equivalencias de la ciudad real. Lo que parecía caótico era tan sólo consecuencia de una percepción distinta. El desorden era un "orden que se debía adivinar" de una naturaleza insospechada.

 En cuanto a la fotografía, en rigor se podía criticar y pretender, por ejemplo, que investigaba los márgenes y las desviaciones o que los objetivos militares eran por definición de una naturaleza particular, que sólo tenía vagas relaciones con el urbanismo. Este punto de vista, ya difícil de sostener ante las imágenes de Londres, Stalingrado o de Berlín bombardeadas, se convierte en algo completamente absurdo ante las imágenes transmitidas por satélite. Su escala ya lo descalifica por sí solo. A partir de los satélites es posible ver las megalópolis de un solo golpe de vista, contemplar regiones y estados enteros de una simple mirada. Ahora, el ideal panóptico se ha convertido en realidad. El hambre de espacio incluso podría llegar a convertirse en una indigestión. Con el satélite, la foto-catastro aún se ha perfeccionado más: nos la presenta automáticamente actualizada.

 Lo que debe sorprender al observador es hasta qué punto devalúa la noción de ciudad. El propio término, ¿tiene todavía sentido? El satélite permite constatar que hemos urbanizado todo el territorio. Las aglomeraciones han crecido tanto que se han superpuesto las unas con las otras, han penetrado en los valles, han franqueado las fronteras nacionales, y al mismo tiempo tanto en Europa como en Norteamérica la agricultura actual sobrevive entre las redes de la nebulosa urbana en formación. La imagen de síntesis del satélite llega pues puntualmente: justo cuando las ciudades se ramifican, de Escocia al Lacio y de Cataluña a Dinamarca, de Boston a Washington y de San Diego a San Francisco.

 Ante este fenómeno debido al cual lo que se llamaba (utilizando un término vago y peyorativo) la "periferia" se convierte en la misma sustancia de los enclaves humanos ―con todos los matices que se quiera―, sería exagerado decir que ya estamos mentalizados. La realidad territorial de la "ciudad" ya no se puede minimizar, no obstante quienes la reconocen continúan en su mayoría condenándola en nombre de una estética caduca. Ahora bien si consideramos que el noventa por ciento de la población urbanizada habita en la nebulosa urbana, debemos renunciar a fijarnos en los microcosmos que son los centros de las ciudades, que de todas formas han perdido sus funciones directrices y que, paradójicamente, han sido desnaturalizados por las mismas operaciones que tendían a conservarlos.

 A finales del siglo xx la relación del hombre occidental con la "ciudad" testimonia una inquietante carencia cultural. Y será necesario que abandone imágenes mentales ya arcaicas desde el momento que, a partir de ahora, la verdadera ciudad está en otra parte...

Ésa es la voluntad con la que se ha organizado la exposición.

 

 

 

 

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